viernes, 10 de junio de 2011

Transcurrió el tiempo y el caleidoscopio de la vida seguía intacto. A través de ese cilindro de piecitas de cristal de colores llamativos se veía todo de otro modo. Al girarlo, se contoneaban dichosas, bailaban despacio, todas al mismo son pero en direcciones diferentes, siempre diferentes. Adoptaban posturas increíbles, pero ensayadas, como si el compás de sus pasos estuviera milimétricamente preparado para ello. Un giro y otro giro, y otro más, y los pequeños cristales se arremolinaban formando otra figura y punto. Un número contado de figuras distintas y, al fin y al cabo, una repetición constante e infinita.

Abrió los ojos de repente, sobresaltado por el sueño impetuoso que había tenido y pudo comprender que su vida se había convertido en un caleidoscopio perfecto, una serie de piecitas de colores giraban en torno a él, tan diferentes entre ellas que nunca llegó a imaginar que llegaran a construir figuras tan semejantes y a la vez tan repetitivas. Se dejó embaucar por el brillo de esas piecitas, sin darse cuenta de que las figuras que formaban eran siempre las mismas, perdiendo toda singularidad y, sobre todo, valor. Debía romper el caleidoscopio de su vida y arrancar de cuajo todas esas piecitas de colores y formar figuras infinitamente diferentes, siempre diferentes.

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