jueves, 29 de septiembre de 2011

La primera vez que consumí heroína fue en París. Recuerdo todavía aquella noche con claridad. Estaba sólo, miré por la ventana y el vaho producido por mi respiración agónica hizo que me diera cuenta del frío que hacía fuera. No había un alma en la calle y la farola, que se encontraba justo en la acera de enfrente, parpadeante, pero a la vez cándida y anaranjada, era el único abrigo del que disponía aquella noche. Saqué del bolsillo de mis pantalones ajustados una bolsita de plástico transparente que contenía aquel polvo mágico. Blanco como la nieve pero con un granulado perfecto. Desenrollé con cuidado el plástico que había hecho la función de caja de pandora y en ese momento me sentí como un simple y vulgar mortal desatando todos los males del mundo.

A duras penas y de una forma un tanto desordenada, al igual que todos los aspectos de mi vida en aquel momento, conseguí hacer una raya semiperfecta. Era y sigo siendo, demasiado cobarde para inyectarme algo en vena. Le temo a las agujas como al amanecer en los días pares. El que pueda no salir el sol ese día y que encima esté solo, como un número impar a la espera de alguien que no llegará nunca, me aterroriza. Esnifé de una vez la interminable línea blanca que había dispuesto a lo largo de mi escritorio y, acto seguido, mis pupilas, como girasoles cegados por el sol del mediodía se abrieron de golpe. Contuve la respiración, por miedo a haber hecho algo mal, pretendiendo que sin respirar, todo fuera a salir bien. Silencio es lo único que recuerdo de ese instante y de pronto el estruendo que provocó mi cabeza al chocar contra el duro suelo de madera.

Mis ojos, aun abiertos, contemplaban las partículas de polvo, desde una perspectiva paralela al suelo. Permanecí inmóvil durante varios minutos y por mi mente pasaron cantidades de imágenes irreconocibles algunas, y otras, tan familiares como la figura de Émile Zola que me repetía incesante una y otra vez C'est un samedi, à six heures du matin que je suis mort... así mismo me sentía yo, igual que Olivier Bécaille sin poder mover un músculo pero sabiendo que a pesar de estar muerto externamente, paradógicamente estaba más vivo que nunca.

Y entre la convulsión de imágenes y la repetición de frases en francés vi a Rubén Darío. El causante de todos mis males y el culpable de que estuviera ahí, tendido sin poder siquiera decir palabra. Él, a mi edad ya había escrito Azul... para mi, el mayor logro de la literatura y yo... ¿yo, qué? mi creatividad permanecía intacta encerrada en alguna parte de mi cerebro esperando ser machacada. Entonces me levanté como pude, agarré un trozo de papel usado y con manchas de café y escribí con una caligrafía perfecta: 

Azul... apesta.

Aquella noche cambié las cadenas opresoras de Darío por los dulces grilletes de la droga sintética.

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